*Isaac Villamizar
Cuando el constituyente originario en 1999, elevó a rango constitucional la autonomía universitaria, lo hizo con una doble dimensión: un deber y un derecho. Trasladar la autonomía, ya prevista en la Ley de Universidades de 1970, al capítulo de los derechos culturales y educativos de la Carta Magna, significó para el Estado el reconocimiento de una obligación suya. El Estado se comprometía a reconocer el principio autonómico universitario, mediante su posición de respeto y obligación de no dictar normas o realizar actos tendentes a impedirlo o vulnerarlo. Todo lo contrario, en concordancia con el Artículo 3 constitucional, el Estado aceptó que es mediante la educación, a nivel superior incluso, como se logra cumplir sus fines. Es que precisamente uno de los objetivos del Estado es la garantía del cumplimiento de los principios constitucionales.
Pero la autonomía también implica la protección de un bien jurídico: el derecho al conocimiento. Cuando el Artículo 109 constitucional preceptúa que la autonomía universitaria permite a profesores, estudiantes y egresados la búsqueda del conocimiento, está amparando el uso inteligente del saber. Es que el conocimiento es el factor de producción por excelencia en esta era. El desarrollo económico, social y humano de los países más prósperos lo explica la creación de ventajas competitivas sustentadas en el uso inteligente del conocimiento. La calidad de vida y el bienestar social dependen en gran medida de la producción de bienes y servicios que satisfagan las necesidades espirituales y materiales de la población. Entonces, es cuando hoy día es más necesaria la formación de talento humano con capacidad para generar, difundir, transferir y utilizar intelecto, destrezas y habilidades científicas. La adquisición de este saber es a través de la investigación científica, humanística y tecnológica. No en vano, también se promulga como uno de los fines del Estado la promoción de la prosperidad y bienestar del colectivo. En consecuencia, la autonomía se convierte en un interés público, general, y en un valor social supremo.
La autonomía, cuya raíz etimológica griega denota el dictado de su propia norma, bajo la hermenéutica constitucional, traduce que las universidades, en principio las llamadas autónomas, están investidas de potestad para darse sus propias normas de gobierno, funcionamiento y administración de su patrimonio. Las universidades experimentales logran su autonomía de conformidad con la ley. Estando la Ley de Universidades vigente, en concordancia con lo establecido en la Ley Orgánica de Educación, las universidades nacionales experimentales también tienen reconocida su autonomía en su reglamento ejecutivo, que les permite ensayar nuevas orientaciones, estructuras y experimentaciones educativas, lo cual se materializa por medio de su autonomía académica, normativa y organizativa.
Hoy se discute la participación de otros sectores universitarios, como empleados y obreros, en la toma de decisiones de estas instituciones, específicamente en la elección de sus autoridades. Ha sido controversial este derecho de su participación, ya reconocido en ley, pero lo cierto es que acaba de concretarse un precedente histórico en esta materia en la universidad venezolana, siendo el Táchira referencia primigenia obligada.
*Consultor Jurídico de Unet
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