lunes, 18 de abril de 2016

Vagos y maleantes

Isaac Villamizar

Cuando Chávez el 30 de abril de 2012 le colocó el “Cúmplase” al Decreto Ley Orgánica del Trabajo, Los Trabajadores y Las Trabajadores, al lado de su firma, en el texto original reproducido en la Gaceta Oficial, escribió “Justicia Social”. Y quien hoy funge como Presidente de la República, siendo Ministro de Relaciones Exteriores, con su puño y letra, allí mismo, rotuló “Venceremos”. En esta Ley del Trabajo se enuncia como principio que el trabajo es un hecho social y goza de protección como proceso fundamental para alcanzar los fines del Estado, la satisfacción de las necesidades materiales, morales e intelectuales del pueblo y la justa distribución de la riqueza. Asimismo, en la ley se asegura que el proceso social del trabajo tiene como objetivo esencial la producción de bienes y servicios que aseguren la independencia económica, así como la participación activa, consiente y solidaria de los trabajadores en los procesos de transformación social.

Si de justicia social se trata, tal como lo autografió el difunto presidente, el trabajo debe propender no sólo a la igualdad de oportunidades, a una distribución de la  riqueza que reduzca la diferencia entre los ricos y  los necesitados, a la solicitud y consecución del bien común con el esfuerzo de todos, a darle a la justicia la connotación de la preocupación social para el desarrollo humano y de la sociedad, sino también a utilizarse como un mecanismo para superar la pobreza, el desempleo y la explotación a través de ideologías aberrantes.

Venezuela no llegará nunca a estadios de verdadera justicia social si no se cultiva, promociona y defiende el trabajo, la ocupación digna y el esfuerzo común. Los países que han estado en la mayor miseria, luego de guerras, catástrofes naturales y debacles económicas, y que luego han llegado a niveles envidiables de calidad de vida, lo han conseguido, primordialmente, entendiendo que con la educación y el trabajo se derrotan las dificultades. Qué contradicción tan grande cuando Chávez y el presidente actual firman una Ley del Trabajo que reproduce el principio constitucional de que la educación y el trabajo son procesos fundamentales para alcanzar los fines del Estado, entre ellos, el desarrollo de la persona y la promoción de la prosperidad y bienestar del pueblo, y quien nos gobierna le da por acabar progresiva y reiteradamente con el trabajo, decretando la vagancia. Que diría el difunto presidente, propulsor de la justicia social, del legado que ha tomado el presidente obrero. Ciertamente, nunca “venceremos” la pobreza material, mental y espiritual, con semejantes acciones absurdas y discordantes.

Es que estamos dirigidos en el país no sólo por maleantes, con amplio prontuario policial y delictivo, sino también por indolentes, tardos y ociosos, que pretenden inocular en la población tanto desgano. Me recuerdan la Ley de Vagos y Maleantes, que estuvo vigente durante toda la llamada Cuarta República, en la cual se definía a los vagos, entre otros, como aquellos que habitualmente y sin causa justificada no ejercían profesión ni oficio lícito y que por tanto constituían una amenaza para la sociedad, así como los que habitualmente transitaban por la calle promoviendo y fomentando la ociosidad y otros vicios; y a los maleantes, entre otros, como aquellos rufianes, brujos, hechiceros que explotaban la ignorancia y la superstición ajena, y los que habitualmente ocurrían a la amenaza de algún daño inmediato contra las personas o sus bienes con el objeto de obtener algún provecho, utilidad o beneficio. Y aunque la extinta Corte Suprema de Justicia, en 1997, la declaró inconstitucional, no está muy lejos el gobierno de reactivar esta ley, de seguir con esta inactividad.
Venezuela urge producir. Y lo requiere con el talento, la ocupación digna, la destreza continua y las ganas de “echarle pichón”, al mejor decir popular.  Venezuela exige conciencia colectiva de los inmensos beneficios que el trabajo arduo puede generar. En los despachos de los gobernantes venezolanos debería estar enmarcado el pensamiento de Albert Einstein: “El estímulo más importante para el trabajo, en la escuela y en la vida, es el placer de trabajar, el placer de sus resultados, y el conocimiento del valor del resultado para la comunidad.”

El Derecho contra los diabólicos

Isaac Villamizar

En estos días me he puesto a pensar sobre el sentido y la pertinencia de estudiar y ejercer el Derecho, aquella disciplina que mis magníficos y doctos profesores de la UCAT, hace ya más de 30 años, me dijeron y enseñaron que pretendía ofrecerle a la sociedad, como fines supremos, la justicia, el bien común, el orden y la seguridad jurídica.

Allí aprendí que el Derecho es la agrupación sistematizada de normas, reglas o principios, jerárquicamente establecidas y relacionadas entre sí, para regular conductas en sociedad, señalar cómo deben cumplirse los actos e imponer y hacer obligatorias esas normas mediante la coercibilidad, producto de la competencia que se le confiere al poder público. Aprendí que el Derecho busca lograr un ambiente de paz y libertad, en el cual la Constitución, la ley y las demás normas que conforman el ordenamiento jurídico aseguren para todos la vida, la integridad, el trabajo, la educación, la salud y la justicia social. Pero veo que en el país las normas jurídicas son manejadas al antojo y capricho de los gobernantes de turno, violentándolas con el mayor cinismo, imponiendo los titulares de los órganos públicos sus propios códigos.
 
En la universidad aprendí que la justicia es la perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo, conforme a su dignidad como persona; el ordenamiento jurídico se coloca al servicio de dar a cada quien lo que le es propio en sociedad. Pero veo en Venezuela cómo los enchufados corruptos se toman lo que no es suyo, lo que es de todos, para usufructuarlo en el exterior; se excluyen de beneficios a quienes no comparten un pensamiento único. En la universidad aprendí a que el bien común consiste simultáneamente en el bien de la sociedad y en el de los individuos en cuanto la integran; que el bien común es el conjunto organizado de condiciones sociales gracias a las cuales los ciudadanos pueden desarrollar en forma plena su personalidad, y que como reunión de valores y experiencias, la comunidad puede conservar y progresar en su bienestar material, moral e intelectual. Pero veo a Venezuela tan deprimida, tan angustiada, tan atormentada, tan maltratada en toda su población, carente de los más elementales beneficios materiales, espirituales e intelectuales.
 
En la universidad aprendí que con el orden el Derecho refleja la fuerza superior de su ordenamiento jurídico para evitar las arbitrariedades individuales, y así imponer el tranquilidad. El orden supone una estructura normativa indispensable para la permanencia, la estabilidad, la perpetuación de la sociedad y la concordia social. Sin el orden, los pueblos están condenados a desaparecer o a vivir con hostilidades, con caos, con anarquía. Pero veo a Venezuela atrapada en enfrentamientos, en confrontaciones violentas, en la imposición de la ley del abuso, con unos  militares parcializados políticamente, y donde se niegan todas las libertades y todos los derechos, utilizándose para ello el poderío brutal. En la universidad aprendí que la seguridad jurídica permite la garantía que se le da al individuo para que sus bienes y derechos no serán objeto de ataques violentos, y si éstos llegaran a producirse, la sociedad, a través del poder público, le asegura protección, reparación de los daños causados y sanción a los responsables. Pero veo a Venezuela en la que se cometen tantas atrocidades contra los individuos y sus propiedades, con tal grado de persecución a la disidencia, al pluralismo, a la denuncia, a la crítica opositora, con un terrorismo judicial y órganos de investigación que fabrican expedientes amañados a quienes enfrentan al gobierno, en donde la impunidad rompe todos los records mundiales.
 
Y cuando veo y siento a esta Venezuela tan alejada de esos principios, se enredan en mi fuero interno sentimientos encontrados, de dudas, a veces de frustración, de pesimismo, de contradicciones entre lo que aprendí, lo que veo y lo que a su vez debo enseñar a mis alumnos. Me embarga una nostalgia, y hasta un desequilibrio intelectual, que no logro explicar claramente. Pero, entonces, pienso en mi hija, en la Venezuela que yo disfruté, joven, estudiante y hasta recién graduado de profesional, y en la Venezuela que quiero dejarle a ella, lar donde he echado raíces, para ofrecer lo mejor de mí. Es cuando, me agito, reacciono, despierto, y me digo: “tengo que seguir luchando, no puedo dejarle a mi hija un país lleno de forajidos, delincuentes, perversos y diabólicos que pretenden truncar el futuro, las oportunidades y las esperanzas”. Entonces, con mi ejercicio profesional, orientado con esos principios, y con esta labor comunicacional de orientación  legal, de reflexión, de formación y de concienciación, para sacar de la ignorancia a los incautos oprimidos, puedo hacer lo mío por Venezuela y por mi hija.

El cargo a la orden de la soberanía

*Isaac Villamizar

Venezuela se encuentra en una encrucijada. Un camino podría llevarla a su desplome total, a las puertas de su tumba, con un cáncer de metástasis irreversible, con un acabose institucional, político, social y económico. Otro camino podría conducirla a un horizonte esperanzador, tal vez a largo plazo, para consolidar su reconstrucción, a un esfuerzo bárbaro para recuperar sus valores y principios mortalmente diezmados, pero aún rescatables en el deseo profundo del venezolano que ama este terruño.

Para adentrarnos en el segundo escenario, no se puede perder tiempo. Hay acciones que requieren una decisión y acción de plazo vencido. Seguir con este desastre económico nos va a llevar a la ruina, a la miseria, al hambre a todos los venezolanos, sin excepción. Porque las entrañas, cuando no hay alimento, no preguntan si la lengua es roja, azul o amarilla. Simplemente es cuestión de supervivencia. Si no sobrevive el país, no sobrevivimos sus habitantes. La educación y el trabajo, según la Constitución, son procesos fundamentales para alcanzar el desarrollo de la persona y la prosperidad y el bienestar del pueblo. Yo incluyo también a la familia, núcleo en donde hay que consolidar el respeto, la responsabilidad, el compromiso y la sana convivencia. Pero estas herramientas van a surtir su efecto a largo plazo. Porque recuperar a Venezuela requiere difíciles pero necesarias ejecutorias en este 2016. Son impostergables. Algunos asoman la enmienda o la reforma constitucional. Yo comento con mis alumnos de postgrado que me parece encontrar muchos articulados beneficiosos en nuestra Carta Magna. Tal vez habría que revisar algunas normas para fortificar, para blindar con mayores garantías los principios institucionales del Estado. Pero la enmienda o la reforma, según la propia Constitución, ameritarían cambiar algunos artículos o algunos bloques de normas sin modificar la estructura de la Carta Magna, lo cual no nos permitiría revisar en profundidad el revestimiento para un mejor funcionamiento e interrelación de los órganos del Estado. Además, la enmienda o reforma requeriría abrir la iniciativa constitucional con las exigencias del número de firmas de electores o del porcentaje de diputados exigidos, la discusión de un proyecto que debería ser consensuado y la intervención del Poder Electoral, realmente controvertido en su transparencia, en los mecanismos del referendo aprobatorio respectivo, proceso todo ello que llevaría un tiempo. Similar tardanza llevaría el revocatorio del mandato presidencial.

Otros  asoman la  posibilidad de la  Asamblea Nacional Constituyente.  Aquí  me permito  diferir en algunos aspectos con los proponentes. Si la Constituyente es para solucionar la actual crisis, buscando renovar los Poderes Públicos, es una solución de mediato plazo. Porque la Constituyente no debe ser usada para cambiar gobiernos, sino para dictar una nueva Constitución, que incluya un nuevo pacto de convivencia pacífica, plural, tolerante y respetuosa. Y eso sólo se logra si cambiamos de actitud los venezolanos.

Mi propuesta, para una apertura a una solución más corta, es la exigencia constitucional, masiva, contundente y democrática de la renuncia del Presidente de la República. En ejercicio de nuestra soberanía popular, que es intransferible e inalienable -que estoy seguro está representada en estos momentos por  más de los siete millones setecientos mil electores del 6D-, la sociedad civil, con el apoyo de todos los sectores productivos, civiles y ONGs, deben conformar un bloque sumamente plural, organizado y fuerte, para exigir la renuncia de un Presidente que representa un sistema totalmente fracasado y colapsado, que no ofrece concretas soluciones y políticas publicas eficientes para oxigenar la recuperación total de la institucionalidad, de la democracia y de la satisfacción del bienestar común, y que se afirma en su necedad de no querer rectificar, ni dialogar, ni aceptar propuestas contrarias a su ideología obtusa de encarar el gobierno del país. Esto requiere de otra propuesta seria para consensuar en la conducción consecuente del poder, con la posibilidad ya más mediata de analizar las reformas necesarias institucionales y constitucionales que requiere el Estado venezolano.
*Prof de Postgrado de Derecho Constitucional