*Isaac Villamizar
La constitución norma la vida del Estado. Por eso es
la ley fundamental, ley de leyes. Todas las leyes orgánicas, especiales y
ordinarias que regulan la estructura, funcionamiento e interrelación del Estado
y de sus órganos del Poder Público deben y tienen que ser cónsonas con esa
norma suprema. La Constitución actual entró en vigencia como manifestación de
la voluntad del pueblo, expresada como poder constituyente originario en el
referendo aprobatorio del 15 de diciembre de 1999. El principio de la superlegalidad
constitucional deriva, en consecuencia, de considerar la Constitución como
norma jurídica de la organización del Estado que fija los preceptos básicos a
los cuales está subordinado todo el ordenamiento jurídico.
En la propia Constitución está formalmente expresado
el principio de la supremacía constitucional en su Artículo 7. Todas las
personas y órganos del Poder Público están sujetos a ella. Esto significa que
la Constitución prevalece sobre la voluntad de los órganos constituidos del
Estado, incluyendo el Ejecutivo Nacional, la Asamblea Nacional y el Tribunal
Supremo de Justicia, por lo que su modificación sólo puede llevarse a cabo
conforme se dispone en su propio texto, como expresión e imposición de la
voluntad popular producto de ese poder originario. El ciudadano tiene el
derecho constitucional, en un Estado Constitucional, a que se respete el principio
fundamental de la supremacía constitucional.
Este principio de supremacía del texto fundamental
está asegurado concretamente al disponerse la necesaria e indispensable
intervención del pueblo para efectuar cambios en la Constitución mediante tres
procedimientos diferentes: La Reforma Constitucional, la Enmienda Constitucional
y la Asamblea Nacional Constituyente. Todos están regulados en la Carta Magna,
con la debida participación de la voluntad popular para su iniciativa y
aprobación. No existe en el texto constitucional “poder constituyente derivado”
alguno para cambiar la Constitución. Por otra parte, también en la Constitución
está previsto un sistema de justicia constitucional para garantizar dicha
supremacía, su inviolabilidad e integridad. En su Título VIII se contempla la
garantía de la Constitución. Allí se contempla que la Sala Constitucional tiene
su correspondiente competencia para ejercer el control concentrado de la
constitucionalidad, que puede ser previo o posterior. Pero también existe el
control extraordinario o acción de amparo que ofrece la tutela judicial de los
derechos humanos reconocidos implícita o expresamente en la Carta Magna.
Igualmente se eleva a rango constitucional el control difuso del texto
fundamental, a través del cual corresponde a todos los jueces de la República,
aún de oficio, asegurar la integridad de la Constitución.
De tal manera que el Ejecutivo Nacional, ni siquiera
por Decreto Ley, puede cambiar el texto y espíritu constitucional. Tampoco
puede hacerlo la Asamblea Nacional, sancionando leyes orgánicas, especiales u ordinarias,
alterando la estructura del Poder Público contemplado en la Constitución, ni
creando entidades político-territoriales que no existen en el texto básico,
trastocando el alcance de la verdadera democracia participativa. Mucho menos la
Sala Constitucional, que se supone tiene la tarea de garantizar la supremacía y
efectividad de las normas y principios constitucionales, y que es el máximo y
último intérprete de la Constitución, para velar por la uniformidad de su
aplicación (Art 335), puede desarrollar un proceso de mutación ilegítima de la
Constitución, mediante sentencias de dudoso carácter interpretativo, o
legitimando decisiones inconstitucionales de otros órganos del Estado,
usurpando así el poder constituyente originario. Corresponderá al ciudadano
integrante de la soberanía popular, seguir defendiendo su derecho inalienable a
que se rescate la supremacía de un texto que, en la realidad de la vida
nacional, ha perdido su vigencia.
*Profesor
de Postgrado en Derecho Constitucional