sábado, 20 de septiembre de 2014

La universidad de plenitud

Isaac Villamizar
Tenemos una sociedad en vertiginosa aceleración con los cambios científicos y tecnológicos. La globalización es un paradigma que se mantiene, con el conocimiento surcando las redes de manera síncrona y asíncrona. Varias organizaciones tradicionales transmutan hacia organizaciones digitales. La generación, manejo y difusión del saber potencia la productividad y el poder. En fin, la mente humana, el intelecto, la creatividad, son fuerzas productivas directas.

A pesar de lo anterior el contrato social se debilita, los derechos humanos son vulnerados aún, la justicia social y la solidaridad están mediatizados por intereses nada éticos. Los países en desarrollo no salen de la pobreza. Pero debe haber un catalizador, un agente social, que transforme la amenaza en confianza, la crisis en crecimiento, la marginación en participación activa, los paliativos económicos en prometedor desarrollo integral, la pobreza dolorosa en bienestar biopsicosocial. Uno de esos actores es la universidad. Porque la educación debe convertir a este humano angustiado en portador de plenitud, en un ser trascendente y renovador. No hay otra. La universidad ante la complejidad de estos retos se inviste de una tremenda responsabilidad social. La universidad debe estar en capacidad de interpretar los problemas polifacéticos, con sus dimensiones sociales, económicas, políticas, científicas y culturales. Pero a la vez debe generar respuestas adecuadas para enfrentarlos. La universidad debe tomar un paso al frente para asumir el liderazgo social en materia de creación de conocimiento para abordar con éxito el insospechado futuro.

Pero la universidad no puede ofrecer educación como un bien negociable a intereses, sin una patria dispuesta a cambiar la cultura de los antivalores y en un contexto de permanente conflicto. La educación universitaria es un bien público de interés social, es un derecho fundamental del ciudadano y una obligación del Estado. Por ello, el propio Estado deber reconocer, apoyar, cooperar con la universidad en el logro de estos fines. Pero no puede ser una educación universitaria desprendida de calidad. Si se mide sólo cuantitativamente la incidencia universitaria y sus indicadores, están mal diseñados. El Estado no puede evaluar sus resultados en el sistema universitario únicamente con la expansión de la matrícula y el inventario de los diplomas.

Es urgente que la educación universitaria ofrezca respuestas oportunas y de calidad a las exigencias de esta sociedad emergente, a las demandas del sector productivo, a las ineludibles imposiciones de la realidad científica-tecnológica. Es insoslayable que la educación universitaria coadyuve en la edificación de caminos de sana convivencia, de rutas hacia el respeto absoluto de la solemne dignidad de la persona humana y a su realización absoluta, con preeminencia sobre cualquier otro valor social.  El destino del mundo está asegurado en una universidad con este perfil, en una universidad donde haya diálogo ruidoso, en el que los universitarios se permitan la construcción de pareceres diferentes, donde se respete la institución como espejo crítico de la sociedad y del propio Estado. La universidad sólo estará en ese liderazgo cuando el conocimiento sea exigente, inacabado y pleno de sentido. Si la universidad de calidad está presente permanentemente en debates públicos, brinda servicios pertinentes a la sociedad, es consultada y participa en el manejo de los desafíos, será la verdadera líder de la transformación y plenitud.

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