Tenemos una sociedad en vertiginosa aceleración con los cambios científicos y tecnológicos. La globalización es un paradigma que se mantiene, con el conocimiento surcando las redes de manera síncrona y asíncrona. Varias organizaciones tradicionales transmutan hacia organizaciones digitales. La generación, manejo y difusión del saber potencia la productividad y el poder. En fin, la mente humana, el intelecto, la creatividad, son fuerzas productivas directas.
A pesar de lo anterior el contrato social se
debilita, los derechos humanos son vulnerados aún, la justicia social y la
solidaridad están mediatizados por intereses nada éticos. Los países en desarrollo
no salen de la pobreza. Pero debe haber un catalizador, un agente social, que
transforme la amenaza en confianza, la crisis en crecimiento, la marginación en
participación activa, los paliativos económicos en prometedor desarrollo
integral, la pobreza dolorosa en bienestar biopsicosocial. Uno de esos actores
es la universidad. Porque la educación debe convertir a este humano angustiado
en portador de plenitud, en un ser trascendente y renovador. No hay otra. La universidad
ante la complejidad de estos retos se inviste de una tremenda responsabilidad
social. La universidad debe estar en capacidad de interpretar los problemas
polifacéticos, con sus dimensiones sociales, económicas, políticas, científicas
y culturales. Pero a la vez debe generar respuestas adecuadas para
enfrentarlos. La universidad debe tomar un paso al frente para asumir el
liderazgo social en materia de creación de conocimiento para abordar con éxito
el insospechado futuro.
Pero la universidad no puede ofrecer educación como
un bien negociable a intereses, sin una patria dispuesta a cambiar la cultura
de los antivalores y en un contexto de permanente conflicto. La educación
universitaria es un bien público de interés social, es un derecho fundamental del
ciudadano y una obligación del Estado. Por ello, el propio Estado deber
reconocer, apoyar, cooperar con la universidad en el logro de estos fines. Pero
no puede ser una educación universitaria desprendida de calidad. Si se mide
sólo cuantitativamente la incidencia universitaria y sus indicadores, están mal
diseñados. El Estado no puede evaluar sus resultados en el sistema
universitario únicamente con la expansión de la matrícula y el inventario de
los diplomas.
Es urgente que la educación universitaria ofrezca
respuestas oportunas y de calidad a las exigencias de esta sociedad emergente, a las demandas del sector productivo,
a las ineludibles imposiciones de la realidad científica-tecnológica. Es
insoslayable que la educación universitaria coadyuve en la edificación de
caminos de sana convivencia, de rutas hacia el respeto absoluto de la solemne
dignidad de la persona humana y a su realización absoluta, con preeminencia
sobre cualquier otro valor social. El
destino del mundo está asegurado en una universidad con este perfil, en una universidad
donde haya diálogo ruidoso, en el que los universitarios se permitan la
construcción de pareceres diferentes, donde se respete la institución como
espejo crítico de la sociedad y del propio Estado. La universidad sólo estará
en ese liderazgo cuando el conocimiento sea exigente, inacabado y pleno de
sentido. Si la universidad de calidad está presente permanentemente en debates
públicos, brinda servicios pertinentes a la sociedad, es consultada y participa
en el manejo de los desafíos, será la verdadera líder de la transformación y
plenitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario