Toda mi vida he sido un amante y defensor a ultranza de la libertad. Propugno la libertad para pensar, para creer, para decidir, para elegir, para amar, para sentir, para opinar, para informar, para reír, para llorar. El ser humano es libre para actuar como lo disponga su propia conciencia. Libre albedrío le dicen muchos.
Jamás les he dicho, indicado y menos aún impuesto a
mis amigos y allegados cómo deben actuar en su vida, qué deben pensar, cuál
criterio deben asumir, con cuál idea religiosa o política deben comulgar. Soy,
diría con firmeza, excesivamente prudente en este proceder. Es cierto que deben
existir algunas reglas morales, jurídicas y sociales mínimas para entendernos,
para coexistir en armonía, en paz, que nos ayuden a salir ganando en un
edificante diálogo y relación con el prójimo y consigo mismo. En el caso de las
normas jurídicas, es también verdad que ellas regulan conductas, para conservar
el orden y el bien común en esas relaciones. Pero la norma nunca nos impondrá
un parecer, no nos someterá a que tomemos una u otra creencia, porque la norma
jurídica nunca podrá llegar hasta el fuero interno. Ella sólo podrá orientar
las manifestaciones externas del ser humano.
En mi vida son muchos los amigos y hasta gente
extraña que se ha acercado a mí para contarme aspectos muy íntimos, personales
y hasta secretos de su vida. También muchas de esas confidencias han llegado a
mí en razón de mi profesión. Y lo han hecho sin yo haberlo solicitado.
Simplemente, han visto en mí una persona para confiar esas revelaciones. Y
todas ellas han estado seguras que de tan íntimo acontecimiento de sus existencias
sólo lo sabe Dios y mi persona, y que ello estará resguardado hasta que mi alma
trascienda la tierra que me habrá de sepultar
o las cenizas de mi cuerpo. De igual manera, no acepto que nadie me imponga una
forma de pensar, de sentir, de decidir, de creer. Hoy día, la intimidad es más
valiosa porque, como asegura Fernando Savater en “Etica de urgencia”, está
secuestrada. La intimidad es una especie de aventura personal permanente, más
aún en figuras públicas. Es tan difícil buscar espacios de intimidad,
resguardarlos y negociar la intimidad con otras personas en la sociedad del
registro electrónico. Más sin embargo, sigo siendo protagonista de tertulias de
verdadera intimidad. Es aquí donde no juzgo a nadie, pero sé respetar y
escuchar las posiciones personales de mis amigos.
Creo, como también afirma Savater, en “Figuraciones
mías”, que sin prohibir nada, se puede recomendar algo. Me gusta la gente sin
prejuicios, pero de buena voluntad. Y como cultor del aprendizaje, creo que hay
que educar mucho más para ser racionalmente libres. Me anoto en el bando de
quienes cultivan el pluralismo de perspectivas y el debate dentro del marco
común de convivencia. Porque es real que hay muchos aspectos que no pueden
estar sujetos a la originalidad de cada quien, a lo que a uno se le antoje en
un momento. Siempre habrá que cumplir con aquello que debamos cumplir todos
para que la sociedad no colapse. Pero los dogmas y las creencias nos determinan
y nos obstaculizan una verdadera introspección. Por eso, podemos actuar para cambiar algunos de esos
condicionantes. Cada quien tiene el derecho de asumir convicciones religiosas,
morales, políticas, pero no es una obligación de nadie ni mucho menos, como
vuelve a señalar Savater, el único fundamento de los valores que debemos
asumir, criterio que comparto plenamente.
Un esquema de vida
sano es aquel que se impregna de la buena disposición de respetar las
diferentes elecciones que cada quien hace, dentro de las alternativas que cada
quien posee para decidir. Así entiendo la libertad.
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