Isaac Villamizar
El individuo se caracteriza por ser una unidad indivisible, una unidad vital, con vida biológica. Pero como persona, el ser humano además es una individualidad consciente que posee además un “yo”, el cual actúa como autor que se propone fines y normas. Entonces, el Ser también tiene vida simbólica.
La filosofía, dentro de los problemas fundamentales y la búsqueda afanosa de sus soluciones, que nunca son definitivas, nos ubica en el campo de los fines y de los valores. Este problema teleológico nos conduce a la ética, que busca la finalidad de la vida humana y estudia las normas a las cuales debemos ajustar nuestra conducta para lograr esos fines. Dentro de las perspectivas que tiene el vivir de los humanos, existen las exigencias y compromisos que implica el reconocimiento de la humanidad de nuestros semejantes, para que ellos, en la debida reciprocidad simbólica, confirmen a la vez la nuestra. La ética nos impone normas para regir nuestra conducta, distinguiendo el bien y el mal, a través de la filosofía práctica. Pero la ética no sólo nos fija normas y señala fines conductuales, sino también investiga los valores éticos, aspirando dar una teoría de ellos, estableciendo su orden jerárquico en una tabla de valores de validez universal. Entre ellos están el bien y el mal. Tempranamente el espíritu humano se pregunta qué es lo bueno y qué es lo malo, porque tiene que decidir su acción. Se inicia la valoración, es decir, se estima, se aprecia y se formulan juicios de las cosas que, de acuerdo a su finalidad, se pueden hacer bien, regular o mal.
A diario observamos a nuestro alrededor hechos de violencia, agresividad, muerte y destrucción. Es difícil creer que no exista la maldad absoluta. Ello nos lleva a preguntarnos sobre el bien. Pareciera que lo bueno para uno pudiera ser malo para otro. ¿Será el bien algo relativo a las circunstancias o el bien también es absoluto? Platón decía que el bien es la idea suprema y el mal es la ignorancia. San Agustín cuestionaba la existencia del mal y luego concluía que el mal no tiene Ser, que es ausencia del bien. Aristóteles consideraba una acción buena como aquella que conduce al logro del bien del hombre o a su fin, y la que se opusiera a ello era mala. Santo Tomás de Aquino aseguraba que el mal no fue creado, ni tampoco es querido por el hombre, porque el objeto de la voluntad humana necesariamente es el bien. Krishnamurti afirmaba que uno puede sentir en el fondo de sí mismo que la bondad absoluta existe, o sea el orden verdadero, libre de prejuicios. Estaba convencido que la sociedad es el desorden organizado, y que la negación de la continuidad de la violencia y del rencor es el bien.
Una concepción más autónoma, menos autoritaria y normativa, estipula que la moral debe ser independiente y darse a sí misma sus leyes. Una acción volitiva sólo es moral cuando emana de una libertad interior. Nuestra obligación moral estaría en el plano de la comprensión y reconocimiento propio de los valores ideales, y así resolvemos ordenar la vida de acuerdo a ellos. Entonces, el que actúa tiene que decidir lo más oportuno en cada acción concreta, en palabras de Fernando Savater, según la proairesis del sujeto, el toque personal con que afronta el preciso, frágil, singular e irrepetible instante de su existencia. El bien y el mal, perennes fantasmas teológicos y axiológicos, exigen aprender a valorar, porque - es criterio dominante -, que ambos no sirven para nada a la razón y al corazón si se los utiliza en términos absolutos. Sólo tienen sentido cuando funcionan en relación a algo, es decir, bueno para algo o malo para algo. Bueno o malo, en fin, son términos referidos a lo consciente, es decir, al libre albedrío, que es la forma más profunda de la libertad por la cual antropológicamente nos definimos.
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