Quizá sea la pregunta más intrigante que se haya hecho el ser humano en todas las épocas. Quizá sea el mayor misterio aún no develado definitivamente. En todo caso, la interrogante siempre aparece desde la perspectiva que se vive en el momento de plantearla. Tal vez por eso hayan surgido tantas teorías y posiciones filosóficas y cosmológicas para responder a esta incógnita: ¿Cómo se originó el Universo? O para hacerla de otra forma: ¿De dónde viene el mundo?
¿Qué había antes del principio? ¿Una nada vacía y silenciosa? ¿Una confusión de tinieblas que cubrían el haz del abismo? ¿Una extensión sin límites aproximada a la idea del infinito? La antigua versión bíblica del Génesis comenzaba en el versículo quinto del capítulo segundo. Allí no se sabe cómo fueron creados el cielo y la tierra. Dios es un alfarero que moldea la arcilla para crear al hombre y lo sitúa en un jardín. ¿Pero de dónde vino el polvo? Queda la angustia y la imprecisión. En el primer capítulo del Génesis –algunos lo atribuyen posterior al segundo – Dios, levantado sobre un mundo oscuro, confuso, de tinieblas, crea el cielo, la tierra y la luz. La creación es una preciosa arquitectura de orden, de sentido, de propósito y de gloria. La luz, el espacio y el tiempo en siete días, fueron los grandes pilares del mundo. Esta sería, en el siglo XV aC, la visión mosaica del principio.
En la Física Cuántica el vacío era una neblina muy sutil, donde tiempo y espacio se confundían el uno con el otro, en una especie de espuma diminuta, atomizada, inquieta, que se rasga y se rehace incesantemente. En realidad, el vacío cuántico es una fluctuación, una agitación y novedad permanente, que se manifiesta como producción y aniquilación de partículas y antipartículas, una continua variación, agitada bruscamente, apareciendo y desapareciendo, agrietándose y rehaciéndose. De esos cambios del vacío se pasó a espacio y tiempo, a luz y materia, a una realidad regida, a una extensión vastísima de universo. Es más, en la teoría de la cosmología inflacionaria – el universo en expansión exponencial – el vacío pasa a ser un bullir incesante de creaciones y aniquilaciones, una cuna tempestuosa de universos. Esta es una de las visiones del siglo XX sobre los orígenes.
Pero en pleno tercer milenio, ¿qué pensamos de la fundación del cosmos? Nuestra realidad es otra, muy diferente. Vivimos en un entorno de recientes descubrimientos de antinúcleos atómicos masivos de antimateria, que modifican la tabla periódica 3D y la comprensión de los agujeros negros; de dispositivos de micro-oídos que permiten conocer los sonidos del mundo microscópico, para escuchar las células, partículas o bacterias cuando se mueven; de neurotransmisores, neurociencias y neuroingenieros que han logrado detener la actividad neuronal con estímulos lumínicos; de física de partículas o física de altas energías, donde otros universos del multiverso presentan interacciones y condiciones de vida muy diferentes a las de nuestro propio universo; de liberaciones de energías tectónicas que achican la duración del día y desplazan el eje terrestre. Entonces surge una interrogante temible. ¿Estaremos manipulando el vacío cuántico y produciendo la destrucción de nuestro actual universo? ¿Será que en el futuro otras especies biológicas de cerebro más poderoso y mente más refinada estarán escribiendo un nuevo Génesis?
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