ISAAC VILLAMIZAR
Buda en su lucha contra el sistema de castas pregonaba que todos los hombres son iguales. Todos los hombres se enfrentan a los mismos retos y deben tratar de seguir el mismo camino. David, Jesús y Mahoma, con el mismo arraigo, enseñaron que todos los hombres y mujeres se enfrentan a los mismos obstáculos y todos ellos pueden ganar el reino de los cielos si lo buscan con amor en sus corazones. Contrariamente, la doctrina de Confucio implica que los hombres son intrínsecamente desiguales y que esa diferencia se manifiesta en la mayor o menor comprensión de ciertos textos escritos. Sócrates creía que no había forma de saber si un hombre o mujer era superior o inferior a otro antes de una serie de exámenes que debían basarse en idénticas oportunidades de acceso a la educación. El resultado superior, según el filósofo, era el producto de un mayor esfuerzo, como en una habilidad o inteligencia óptima.
La Declaración de Jefferson aseguraba que todos los hombres no sólo son creados iguales, sino que también están dotados de una serie de derechos inalienables, es decir, que nada puede arrebatárserlos, a pesar de que alguien, con el poder suficiente, pueda ignorarlos o pisotearlos. La Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano adoptó que los hombres nacen, y siguen siendo siempre, libres e iguales en cuestión de derechos. Los derechos no existen hasta que quedan plasmados en la ley. Esta declaración francesa es una expresión indirecta del principio de que la base de toda la sociedad civil es el imperio de la ley. Paradójicamente, la ley regula los derechos a la individualidad o identidad, dentro de los derechos de la personalidad, aceptándose que toda persona tiene un interés legítimo en afirmarse como individualidad distinta de las demás, siendo los signos distintivos de la identidad, como el nombre civil, el seudónimo o el sobrenombre, claro reflejo de ello, con importantes consecuencias jurídicas.
La democracia se basa en la igualdad. Esta es la idea que alimenta todas las revoluciones ideológicas. La igualdad política asegura el derecho al voto para todos los electores y la posibilidad de acceder en las mismas circunstancias al poder. La igualdad económica persigue una distribución más equitativa de la riqueza, de modo que todos tengan lo bastante como para vivir decentemente, y una equidad casi absoluta en oportunidades.
Buda en su lucha contra el sistema de castas pregonaba que todos los hombres son iguales. Todos los hombres se enfrentan a los mismos retos y deben tratar de seguir el mismo camino. David, Jesús y Mahoma, con el mismo arraigo, enseñaron que todos los hombres y mujeres se enfrentan a los mismos obstáculos y todos ellos pueden ganar el reino de los cielos si lo buscan con amor en sus corazones. Contrariamente, la doctrina de Confucio implica que los hombres son intrínsecamente desiguales y que esa diferencia se manifiesta en la mayor o menor comprensión de ciertos textos escritos. Sócrates creía que no había forma de saber si un hombre o mujer era superior o inferior a otro antes de una serie de exámenes que debían basarse en idénticas oportunidades de acceso a la educación. El resultado superior, según el filósofo, era el producto de un mayor esfuerzo, como en una habilidad o inteligencia óptima.
La Declaración de Jefferson aseguraba que todos los hombres no sólo son creados iguales, sino que también están dotados de una serie de derechos inalienables, es decir, que nada puede arrebatárserlos, a pesar de que alguien, con el poder suficiente, pueda ignorarlos o pisotearlos. La Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano adoptó que los hombres nacen, y siguen siendo siempre, libres e iguales en cuestión de derechos. Los derechos no existen hasta que quedan plasmados en la ley. Esta declaración francesa es una expresión indirecta del principio de que la base de toda la sociedad civil es el imperio de la ley. Paradójicamente, la ley regula los derechos a la individualidad o identidad, dentro de los derechos de la personalidad, aceptándose que toda persona tiene un interés legítimo en afirmarse como individualidad distinta de las demás, siendo los signos distintivos de la identidad, como el nombre civil, el seudónimo o el sobrenombre, claro reflejo de ello, con importantes consecuencias jurídicas.
La democracia se basa en la igualdad. Esta es la idea que alimenta todas las revoluciones ideológicas. La igualdad política asegura el derecho al voto para todos los electores y la posibilidad de acceder en las mismas circunstancias al poder. La igualdad económica persigue una distribución más equitativa de la riqueza, de modo que todos tengan lo bastante como para vivir decentemente, y una equidad casi absoluta en oportunidades.
En realidad no somos iguales. Las democracias occidentales, con la igualdad política, han permitido que los países no sean gobernados por el pueblo, sino por minorías irresponsables e indiferentes, que se denominan a sí mismas con diversos títulos grandilocuentes y fraudulentos, como padre del pueblo, presidente de la revolución, emperador vitalicio, presidente de la junta, comandante de la revolución, duce, fuhrer, o lo que sea. Esta minoría, en deformación de la igualdad, se ha convertido en totalitarismo, sólo preocupado por el poder y de un espurio sentido del honor nacional. Es una enfermedad de gobierno, una influenza, que se ha propagado por la rápida expansión de la igualdad en los dos siglos transcurridos desde la Revolución Francesa. Y en caso de proclamarse mayoría, ésta - por grande que sea - no tiene derecho a matar a los que no están de acuerdo con ella. Es una tiranía brutal, donde el pueblo no ha reinado jamás en un Estado de esta naturaleza. Sin embargo, las democracias las han aceptado y con ello han puesto en duda razonable que todos los hombres y mujeres son tratados iguales, con las mismas oportunidades políticas, sociales y económicas.
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