Isaac Villamizar
El Presidencialismo clásico es una forma de gobierno donde, establecida una división de poderes entre el ejecutivo, legislativo y judicial, el Jefe del Ejecutivo resulta electo por el sufragio universal y directo. Este tipo de elección le confiere una gran autoridad y lo coloca a la misma altura que el Parlamento, puesto que ambos emanan de la soberanía popular. Sin embargo, establecida la separación de poderes entre el ejecutivo, legislativo y judicial, en el régimen presidencial el Jefe de Estado, además de ostentar la representación formal del país, es también parte activa del Poder Ejecutivo como Jefe de Gobierno. Esto crea expectativas populares exageradas. No en vano las Constituciones presidencialistas tienen por un lado el propósito de crear un Poder Ejecutivo poderoso y estable, con legitimidad popular, y por otro lado muestran desconfianza hacia la personalización del poder y el caudillismo, a fin de no convertirse en autoritarismo. La cultura política ha legitimado el control de ese ejercicio a los militares.
En el Presidencialismo el estilo de hacer política es algo particular. Como el Presidente representa a la Nación, al Gobierno, a un opción política partidista y a sus electores, sin permitir diferenciación de roles, con su inevitable posición estructural e institucional, el pueblo coloca en él más poder del que realmente tiene y le endosa todas sus esperanzas.
Todos los regímenes políticos dependen de la capacidad de sus gobernantes para el ejercicio de la gestión pública, para inspirar confianza, para conocer los límites de su poder y para lograr un consenso mínimo. Sin embargo, en América Latina, el presidencialismo que devino del modelo norteamericano, se adaptó a la crisis de la democracia y a la necesidad de otorgarle al Jefe del Ejecutivo poderes amplios debido a la situación de subdesarrollo de estas regiones, paralelamente con la necesidad de limitarlo en sus atribuciones, a fin de evitar arbitrariedades y abusos de poder. En la práctica, lo que ha ocurrido es que el autoritarismo presidencial ha llenado la tradición política latinoamericana. Se espera que la figura presidencial sea fuerte y paternalista, pero no tirana. La escasa madurez política ha llevado a la tendencia de personalizar el poder y a su vez el Presidente logra manejar el Congreso a través de los partidos y la corrupción. A esto se le agrega las competencias legislativas de los presidentes latinoamericanos habilitados por el Congreso. El Presidencialismo en Venezuela es amplio pues concentra atribuciones, competencias y poderes de designación, reglamentarios, habilitantes, organizativos y de dirección política. Hoy es el eje del sistema del Estado, donde la separación de poderes es prácticamente nula. Si bien las Constituciones en Venezuela se han adaptado a los intereses de los caudillos y del omnipotente Presidente, la vigente, siendo una Constitución presidencialista – no hay sino que ver las atribuciones del Artículo 236 constitucional –, es notoria la ausencia de hecho y de derecho de controles populares, políticos, administrativos y presupuestarios sobre la figura presidencial, alterándose incluso de facto los postulados normativos que en esta materia existen.
Venezuela no sabe a dónde ir, con o sin Presidente. Se quedó sin paternalismo y cuando lo tiene es humillada. Es que una sola figura está por encima de las instituciones, que no hallan el camino a seguir. Ya lo dijo recientemente Andrés Oppenheimer, refiriéndose al caso venezolano: “¿Uds. saben cómo se llama el Presidente de Suiza o el Presidente de Noruega? Yo tampoco lo sé. Los países que mejor funcionan no son donde son fuertes los gobernantes, sino las instituciones."
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