La defensa es un derecho sagrado de cualquier persona. Si hay un agente estrechamente vinculado con ella es el abogado. Para eso ha estudiado, se ha preparado, posee las herramientas del conocimiento jurídico, con el fin de materializar con su ejercicio profesional tan fundamental derecho. No en vano la Ley de Abogados preceptúa que ellos tienen el deber de ofrecer a su cliente el concurso de su cultura y de la técnica que posee y aplicarlas con esmero en la defensa.
Formalmente, el origen del derecho de defensa se
remonta hacia el año 1776, al consignarse en la sección VIII de la Declaración
de Derechos del Estado de Virginia, que, en toda acusación criminal, el hombre
tiene derecho a conocer la causa y naturaleza de la acusación; a confrontar con
los acusadores y testigos; y a producir prueba en su favor. Posteriormente, este derecho quedó plasmado
en la Constitución de los Estados Unidos, al confirmar lo preceptuado en la
Declaración de Virginia, utilizando para tales fines, las enmiendas V, VI y
XIV. Con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución
Francesa, de 1789, el mismo adquiere mayor relieve, cuando se
consagra el principio de que nadie puede ser acusado, arrestado o detenido,
sino en los casos expresamente determinados por la ley y con las garantías
debidas. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, se le da
un carácter internacional a la defensa, al disponerse que toda persona tiene
derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con
justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de
sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella
en materia penal. Asimismo, señala que toda persona acusada de delito tiene
derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad,
conforme a la ley y en juicio público, resguardándosele todas las garantías
necesarias para su defensa.
Este derecho de ser procesado con todas esas garantías
mediante juicio y a utilizar todos los medios legales para su defensa se ha
incorporado prácticamente en todas las Constituciones del mundo. La nuestra así
lo dispone en el Artículo 49, haciéndose allí un vínculo estrecho entre el
debido proceso y la defensa, incluyendo ésta en aquél.
Resulta que en Venezuela, cuando hay intereses ajenos a un Estado de
Derecho, donde debe imperar la legalidad, en los procesos administrativos y judiciales
se aplica lo contrario a lo reconocido en la Constitución. Al detenido no se le
notifica de los hechos por los cuales se le investiga; se le detiene con las mayores
arbitrariedades, sin orden judicial, se limita el acceso al expediente a él y a
su abogado y éste debe pasar un viacrucis para comunicarse con su defendido y
así establecer una estrategia de actuación judicial. Al detenido, públicamente,
por los medios oficiales, se le declara de antemano culpable, se denigra de él,
se le somete a escarnio público, desconociéndose la presunción de su inocencia
hasta que haya decisión definitivamente firme. Y ni hablar de los tratos
crueles, inhumanos y degradantes que se
infiere al disidente u opositor, quien termina en una mazmorra oscura,
enfermo de gravedad y torturado para obligarlo a confesar lo que no hizo.
La defensa en Venezuela,
en estos casos, se ha convertido en acusaciones ilegales, con juicios amañados
y lesivos a las más esenciales garantías humanas y procesales. Eso lo sabemos
desde hace tiempo los venezolanos, incluidos los abogados, y ya comienza a
notarlo la comunidad internacional.
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